George Steiner pensaba que Kafka era el sobrino de Dios. Sin embargo, lo más cerca que Dios ha estado del hombre fue cuando Nietzsche quiso asesinarlo. Sólo entonces, cuando quisimos destruirlo, él se acercó a nosotros. Su sombra se hizo más grande, su ausencia afirmó su presencia y así, de ese modo tan sencillo y tan desnudo, encarando la única verdad del mundo, sellamos nuestra muerte. Este parricidio nos hizo huérfanos para siempre, sin sed de universo. Desde ese día, impasibles y entumecidos ante la pérdida de lo sagrado, renqueando entre moléculas sin nombre, vagamos errabundos por los confines de una tierra que no conocemos (porque no podemos reconocerla).
Al igual que sucede con Dios, escribir sobre Pier Paolo Pasolini (1922-1975) es someterse al juicio de un profeta fantasmal. Un juicio presidido por la historia, la verdad y la rabia. La belleza viene después, a posteriori. Se sirvió de todo cuanto permitía hacer de la vida un arte: poesía, teatro, literatura, pintura, cine, e incluso lo logró con el periodismo y algunas intervenciones públicas, desempeños que en ocasiones elevó a una categoría desconocida en su tiempo. Todo para gritarnos que el mundo estaba yendo en dirección contraria, que nada iba bien por ese camino y que la urgencia de diversos acontecimientos estaba cobrando una envergadura de alarma. Su obra —un dedo índice que señala— siempre desemboca en la lírica, adjetivo que en su caso podía ser tan controvertido como incomprensible, y no casualmente sigue siendo recordado por muchos como el primer “poeta civil” de Italia. Se podría decir que en su vida cupieron todas y cada una de las musas que Rafael pintó en el Parnaso. Por eso, aquel asesinato atroz perpetrado en el Idroscalo de Ostia la madrugada del sábado 1 de noviembre de 1975 sigue siendo el símbolo aún presente de una deriva existencial que sobrepasa lo humanamente concebible, un hito que pasará a la historia de la cultura (y de la humanidad misma) como uno de los más injustificables crímenes que jamás hemos cometido en nombre de la especie humana.
En los orígenes está casi todo. Su padre, Carlo Alberto, un recio teniente de infantería; Susanna, su madre, profesora en una pequeña escuela elemental; y su hermano pequeño, Guido, un partisano entusiasta que acaba encontrando el reverso de la moneda en su lucha contra el fascismo. En esta confrontación violenta de temperamentos Pasolini diseña el espíritu de su carácter. A lo rudo, rígido, viril, inapelable y marcial de su padre, se oponía la ascendencia rural, arcaica y ancestral de su madre. Sólo uno de ellos sobreviviría. Mientras tanto la prole, buscándose la vida como buenamente podía, anduvo de un lado para otro siguiendo las destinaciones del padre: Parma, Conegliano, Belluno, Cremona, Scandiano, pero todos los veranos se desplaza a Casarsa della Delizia, el feudo natal de los Colussi, un diminuto pueblo del Friuli cercano a Pordenone donde Pasolini pudo degustar el sabor de una vida pura y campesina que permanecerá en su memoria. El muchacho lee con pasión a Homero, Salgari, Carducci, Pascoli o D’Annunzio, pero curiosamente suspende italiano. A pesar de todo, emulando a Rimbaud (cosa que él mismo recordará), escribe su primer poema “a los siete años y medio”. Corre el tiempo y la familia llega a Bolonia, período que será el fermento vivo de una enseñanza indeleble. Con diecisiete años se inscribe en la Facultad de Letras de la universidad y allí sigue familiarizándose con los grandes maestros, ahora ya no sólo italianos. A las lecturas de Ungaretti, Quasimodo o Montale se suman las de Shakespeare, Tolstói, Dostoievski o Novalis, y descubre sistemáticamente la obra de Rimbaud, faro inextinguible de su vida. Su régimen de lectura era de libro y medio al día: no leía, devoraba.
En el Aula 2 de Via Zamboni 33 (al lado de compañeros como Giorgio Bassani, Attilio Bertolucci o Francesco Arcangeli) asiste a las clases de Roberto Longhi, quien lo introduce en el estudio del arte, dándole a conocer la obra de los grandes de la pintura italiana —Giotto, Masaccio, Masolino, Piero della Francesca— y, sobre todo, el fenómeno de Caravaggio, redescubierto en esos años por el propio Longhi, que hechiza a Pasolini hasta el punto de considerarlo éste una “auténtica revelación”. Probó a hacer carrera con él proponiéndole incluso una tesis, pero Longhi rehusó el ofrecimiento. Hemos de suponer que para un maestro impecable y caligráfico de la talla de Longhi, aquel pupilo díscolo y efervescente representaba, quizás, un tipo de heterodoxia inadmisible. Sin embargo, no fue la supuesta incapacidad de Pasolini para la historia del arte, sino el recrudecimiento de la guerra lo que hizo que ambos se distanciaran. Mantuvieron el contacto en la distancia y Longhi siguió ayudándole en lo que pudo. Pasolini, tras su muerte, recordó por última vez el amor sincero que le había profesado: “Solamente después uno entiende quién ha sido un verdadero maestro; por tanto, el sentido de esta palabra tiene su sede en la memoria”, y todavía más: “Fue algo vivido: por eso el conocimiento de su valor es existencial”. A este punto, me asedia caprichosamente el recuerdo una escena de Nostalgia (1983) de Tarkovski, el monólogo de Domenico, cuando la cámara sondea el Campidoglio y él acaba ardiendo bajo la estatua ecuestre de Marco Aurelio, declamando con fuerza momentos antes de morir: “Il male vero del nostro tempo è che non ci sono più i grandi maestri” (El gran mal de nuestra época es que ya no quedan grandes maestros). Tal vez no sea un recuerdo tan caprichoso.
La década de 1940 fue probablemente la más deplorable y dolorosa de toda su vida. Sigue leyendo atentamente a Proust y Rimbaud, y comienza a incubar el germen del antifascismo pero, con todo y eso, Pasolini acaba asistiendo a un congreso de juventudes de países fascistas en Weimar y entra como redactor jefe de Il Settacio, una revista en la órbita de Gioventù Italiana del Littorio, otro organismo fascista cuyo programa, con él a la cabeza, experimenta un cambio histórico. Entretanto publica su primer poemario en dialecto friulano, Poesie a Casarsa (1942), del cual aparece una memorable reseña firmada por Gianfranco Contini, uno de los más grandes filólogos italianos del siglo XX, reseña que guardará en su corazón hasta el final de su vida. Son años estos en los que, resguardándose del fuego cruzado de la guerra, se refugia con su madre en las montañas de Versuta, esperando a que pase el conflicto. En 1945 publica su tesis, una antología de Pascoli comentada, y dos años más tarde entra como militante en el PCI. Imparte clases en un instituto de Valvasone pero un día es acusado de corrupción de menores y práctica de actos obscenos en lugares públicos, lo que termina por desatar un escándalo en Casarsa que acaba privándole de la enseñanza y el Partido Comunista expulsándolo de sus filas por “indignidad moral y política”. A comienzos de enero de 1950, empujados por un clima asfixiante e invivible, madre e hijo abandonan el Friuli y parten hacia Roma.
Se abre así una década de grandes penurias, exigente hasta donde puede concebirse esta palabra, en la que Pasolini tendrá que medir su valor ante las adversidades. Tres libros resumen la hazaña de haber logrado sobreponerse a esta hidra de cien cabezas que es el mundo para él: Ragazzi di vita (1955), Le ceneri di Gramsci (1957) y Una vita violenta (1959). Tres libros que prendieron una llama que, como la zarza bíblica de Moisés, jamás llegará a consumirse pero arderá hasta acabar con su vida. El primero —traducido en España como Los chicos del arroyo— narra la cotidianidad grisácea y sin horizontes de una vida pasada por el pícaro tamiz de la pobreza; jóvenes sin expectativas que se abandonan a la inercia de una realidad sin pilares ni principios, lanzados únicamente a la propia supervivencia. Revolucionario ya en su concepción, Ragazzi di vita elevaba a unos malavita (muchachos de mal vivir) a la categoría de protagonistas, cosa insólita hasta entonces en un contexto literario urbano. Las cenizas de Gramsci, en cambio, fue el lamento autobiográfico y enfervorecido con el que un Pasolini de voluntad prosaica (cercano a Baudelaire) pretendía saldar el remordimiento de una vida ya pretérita. Recoge once poemas publicados con anterioridad en revistas; sin embargo, el empaque que cobró el libro —que ausculta Italia desde un filtro que recoge el impacto ante el arte contemporáneo, las esperanzas puestas en el proletariado romano, el paisaje friulano y, con él, las pesadillas que lo convertirían en un proscrito, pasando por una crítica a los intelectuales comunistas y una carta póstuma, como bien indica el título, a Antonio Gramsci, fundador del partido y faro vigía del propio Pasolini— le valió el Premio Viareggio ex-aequo con Sandro Penna (que él consideraba el mayor poeta italiano de su tiempo). Por último, Una vita violenta, que tuvo la mala fortuna de cruzarse con Il Gattopardo de Lampedusa para llevarse el Premio Strega (póstumo en 1959), cuenta la trágica ilusión de un personaje que ve cómo el modelo de una vida equilibrada y satisfecha se revela inalcanzable. Un argumento que será desarrollado en sus dos primeras grandes películas, Accattone (1961) y Mamma Roma (1962). Es así como alcanzamos la década de 1960, el período cinematográfico.
Con ambas producciones, Pasolini comienza a asentarse en la órbita artística como un autor solvente y respetado que, proveniente de una galaxia paralela como es la poesía, aspira a convertirse en director de cine. Más adelante veremos que no es del todo así, pero por ahora podemos decir que le bastaron quince años para desglosar todos las traumas inconfesables de una Italia que estaba transformándose de forma monstruosa; traumas que, amamantados por una democracia que nació noble, poco a poco fueron degenerando aún más. Italia se iba vendiendo al poder de los mercados y los intereses políticos pasaron a ser monedas de cambio. Pasolini fue quizá el primero en darse cuenta del abismo corrupto que había detrás de ese hermoso palco escénico.
Cuando digo que no es del todo cierto que quisiera convertirse al cine en detrimento de la poesía, basta ver la producción de esos años, y cómo va alternando la publicación de diversos géneros. Así, en el período que va entre Accattone y La Ricotta (1963), publica La religión de mi tiempo (1961), El sueño de una cosa (1962) y El olor de la India (1962). El primero, un poemario de una bella factura arcaica, canta a la modernidad ininteligible, lo perdido, el tiempo pretérito de un mundo destinado a extinguirse, el remordimiento de una deuda que no puede liquidarse. Por el contrario, El sueño de una cosa fue su primera novela escrita. No vio la luz hasta una década después, y narra la vida de posguerra en el Friuli a través de tres jóvenes personajes de origen campesino que deciden salir al mundo en busca de un futuro. De fondo la guerra civil de Yugoslavia y al frente de ella el mariscal Tito, líder legendario al que dos de los protagonistas se adhieren, y donde precisamente el hermano de Pasolini, Guido Alberto, miembro de la brigada de Ossopo-Friuli, muere en 1945 víctima de la revuelta de Porzûs, a manos de comunistas garibaldinos. El olor de la India, así como La larga carretera de arena (de reciente traducción en España), completaban la faceta antropológica de un Pasolini explorador, viajero, feliz y desprejuiciado, sin cadenas. Después vendrían el Evangelio según Mateo (1964), Uccellacci e uccellini (1966), y tras una úlcera que lo deja inactivo durante meses —se dice que durante la convalecencia llegó a escribir seis tragedias en verso—, aparecen Edipo Rey (1967), su testamento autobiográfico, y Teorema (1968), epítome de su concepto erótico de la vida. Dos últimas se estrenan en 1969: Porcile (una de esas seis tragedias), un escándalo incluso para las mentes más abiertas que sólo suscitó un rechazo generalizado, y finalmente Medea, inolvidable por la aparición histórica de Maria Callas.
En los años 70 el intelectual se perfila, se empolva la cara, y a la vez, se prepara para la inminente destrucción que ha de llegar. Así, la llamada “Trilogía de la vida” —El Decamerón (1971), Cuentos de Canterbury (1972) y Las Mil y una Noches (1974)— levanta una enfervorecida polémica que empuja a Pasolini a abjurar de dichas películas y, por decirlo de alguna manera, a retractarse también de ellas. Detrás del escenario, cientos de injurias contra el director, tengan o no que ver con sus películas, que lo acusan de sodomía, abominación e inmoralidad. Y, entre todo ello, la colaboración con “Il Corriere della Sera”, el poemario Trasumanar e organizzar (1974) y una última película que, como atinadamente anotó algún ayudante suyo, es algo más que una película, algo más que cine: Salò o le 120 giornate di Sodoma (1975). Después, como es sabido por todos, el asesinato sin nombre: un retablo del terror que, según Alberto Moravia, no le fue desconocido porque le había parecido verlo anunciado en alguna escena de sus novelas. La familiaridad con la muerte, el presagio del fin, la destrucción consumada.
Póstumamente aparecieron La Divina Mímesis (1975), un proyecto de reescritura de la Commedia dantesca que había comenzado a principios de los sesenta (que retomaba los estudios lingüísticos a los que tanta atención había dedicado desde la tesis sobre Pascoli) y que lo acompañó hasta el final de su vida, y Petróleo (1992), un texto rabioso, a ningún otro parecido, radicalmente rupturista (a caballo entre la crónica, el documental y la novela), que pretendía destapar la tragedia de Italia. Fue tan escandaloso —formó parte de las pruebas para el proceso de investigación de su asesinato— que sólo pudo ver la luz diecisiete años después.
Toda la obra de Pasolini constituye, y nunca mejor dicho, el mejor testimonio de su vida. Lástima que la ferocidad de uno de los intelectuales —en todos los sentidos— más soberbios del siglo XX fuera sofocada por razones que aún desconocemos y que, en vista de los acontecimientos, posiblemente nunca logremos aclarar. La vida, al fin y al cabo, se divide entre los que tienen el coraje de decir la verdad y los que, despreciándola, viven en cobardía al servicio del puro espectáculo juzgando gratuita la conciencia. Unos son la belleza de la vida, la verdad, que jamás se agota; los otros, flores efímeras, pequeños arbustos secos que el viento arrastrará hasta el olvido.
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Tal vez ustedes no estarán de acuerdo conmigo, pero la industria cultural sigue siendo una de las vaselinas más potentes del neocapitalismo mundial. El tablero político internacional la unta con precisión, sin fisuras (valga el oxímoron), y llegado el momento, la prensa se encarga de refrendarlo. No es que yo pretenda descubrir la pólvora a fuerza de obviedades, pero algo gordo nos ha pasado inadvertido para que sólo el presente sea la alternativa para superar el presente. Hoy alguien se abre una cuenta en Instagram, se hipersexualiza y, simultáneamente, se adhiere a cualquier teoría de género y abandera una reivindicación, la que sea. Da igual qué reivindiquemos siempre y cuando estemos ejerciendo un derecho que creemos propio (y que sin embargo es heredado de nuestros padres). El resultado es que en nombre de la libertad, estamos atentando masivamente contra la libertad que se persigue. La fuerza no está en el contenido, sino en la masa, y esa cantidad es la que acaba legitimando falsamente cualquier reacción contestataria.
No quiero decir sino lo que digo: que esto sucede porque no conocemos ni tenemos ya necesidad alguna de conocer; lo que podría explicar, a cierta distancia, la flagrante conversión de la cultura en un producto de entretenimiento. Me atrevería incluso a decir que si fuera posible misurar el planeta en porcentajes, sólo el 1% estaría dispuesto a cambiar el mundo y el resto, bueno, el resto seguiría reivindicando sus derechos desde el salón de su casa, se sobreindignaría; otros, los más televisivos, continuarían vendiendo su vida y dándose una importancia fantasmal aunque fueran las últimas cucarachas sobre la tierra; y mientras, los de más allá, otros que siempre son legión, seguirían ganando dinero a costa de una industria que ha hecho del ruido un fenómeno rentable y (este también) globalizado. El fenómeno de la globalización está causando daños irreparables. Basta con tomar el ejemplo de la ecología para darnos cuenta de que, en una época como la nuestra, pródiga en prefijos como “orgánico”, “bio”o “eco” (religión para muchos de los aquí presentes), la ecología, la verdadera ecología, la que no da homilías abstractas por Twitter ni estigmatiza la heterodoxia, sino que calla porque está actuando, ésta, digo, brilla por su ausencia. Lo vemos también en el espejo global de las redes sociales, donde no importa el significado último de las cosas siempre y cuando lo que se diga (o se exhiba o se venda) genere tráfico. Lo hemos vivido ya con las compañías telefónicas. ¿Alguien recuerda esa época —¿hará sólo diez años?— en la que hablar por teléfono nos costaba un susto a final de mes? Entonces hablar por teléfono era un privilegio; ¡hoy es gratis! La respuesta está en la misma palabra: tráfico. Et voilà. Qué tiene que ver Pasolini con todo esto, se preguntarán. Pasolini lo predijo todo cincuenta años antes de que aconteciera.
En la primera parte de este “Dossier Pasolini” hemos hecho un repaso sucinto de su obra, en parte también de su vida o al hilo de ella, pero hay mucho más detrás de las bambalinas. Es necesario hurgar un poco más en ambas porque, entre otras cosas, vida y obra acaban mixtificándose en una sustancia viscosa que conforma el sentido último de su razón de ser. Empecemos por Ragazzi di vita (1955), en cuyo telón de fondo: escenario inmovilista, plenos años 50, una Italia de posguerra con visos de aperturismo, la realidad insectívora de las borgate romanas, la inercia del desarrollismo, etc., hallamos la primera preocupación de Pier Paolo, su propia experiencia: cómo salir del fango del que uno proviene. Roberto Longhi, que veía cómo por entonces el poeta se malganaba la vida, puso las prensas de Paragone a su disposición para publicar “Il Ferrobedò” (1951), primer capítulo de algo que el propio Pasolini desconocía. En 1953 Garzanti, que ya le había puesto el ojo gracias al consejo de Bertolucci, le encarga el libro que, ahora sí, aparecerá en forma de novela dos años más tarde.
El argumento de la obra de arte se equipara así a las vicisitudes de la vida privada, corren paralelos, en una palabra: son la misma cosa. Y así sucede también con Una vita violenta y El sueño de una cosa, textos en los que el autor se embebe tanto de sus personajes que al final ninguno sabe qué o quién ha sido inspirado por el otro. En su pálpito humano, Riccetto (Ragazzi di vita), Tommaso Puzzilli (Una vita violenta), Accattone (Franco Citti) o Mamma Roma (Anna Magnani) son figuras humanas que encandilan espiritualmente el corazón de un Pasolini que, piadoso porque también él ha vivido el desarraigo y la marginalidad, siente en ellos la pureza de un ímpetu todavía intacto que está a punto de desaparecer. Los personajes sufren la misma revelación que sufre el autor al crearlos: el desvelo de la verdad, el tránsito del desencanto a la desilusión, y de ésta al desapego. Esta certeza fatídica —una caída inevitable que sólo poetizándose puede ser sorteada— es el primer motor constructivo del poeta.
Pasolini se sirve de la poesía para expresar —sacar desde dentro— la matriz profética de una misión que se confronta con la vida y acaba vertiéndose en ella, confundiéndose. Puesto que, si no se ha dicho hasta ahora, su obra es fino in fondo un vaticinio, un evangelio portátil incorregible y descarado, esa misión es el vehículo primario del movimiento, la fuente Castalia de su inspiración artística. Una peculiaridad que después ha revelado, con justicia, una riqueza casi inagotable de símbolos e imágenes. Su voz, sin embargo, permanece intacta. Es la voz de un eremita desesperado que le grita al mundo que nada es gratuito en el jardín del tiempo, que ya nada posee la ingenuidad que fundó la belleza en la tierra. Es la misma voz que arde clamando la extinción que está por venir, la que ama con ferocidad cada segundo de vida como si fuera el último; es el personaje misterioso que porta el mensaje hierofánico de Teorema, cuyo dislocante deseo sexual y libertario pone el mundo patas arriba por capricho y necesidad; o el joven caníbal de Porcile, loco e inalienado, desgarrador en su silencio, que pierde la cordura porque alrededor de él la vida carece de ella. Todos los personajes de Pasolini arrastran el signo poético de su tragedia. Y ésta inimitable forma de entender la realidad es el alarido que despedaza el cuerpo humano en girones de sangre para arrastrarlo a lo etéreo, al dolor de la idea. Tal como dice Accattone en un momento dado: “El mundo es de quien tiene dientes”.
Y Pasolini, dispuesto a partírselos, nos los regaló ardientemente para alumbrar este rellano impuro de la modernidad que tanto nos gusta y al que, en realidad, tan poca atención prestamos. Se las vio de todos los colores luchando contra ciertas convenciones, y quizás la primera fue la homosexualidad, tan condenada todavía en entornos rurales. Por eso el tránsito que lo lleva desde el Friuli a Roma es tan decisivo no tanto en su carrera como en su persona. En aquella “ciudad de Dios” de los años cincuenta conoce la libertad sexual y, con ella, la vida entera que ahora parece una exuberante granada de la que brotan pequeños frutos de color rojo infinito. Aun así, las acusaciones no cesan. Se podría afirmar, como dice Martellini, que absorbió el diálogo (Roma) en detrimento del monólogo (Friuli) y que aquella fue la primera piedra de su plenitud como artista. Tras las investigaciones jergales, el trabajo archivístico monumental, el registro y la mímesis con la periferia romana, llega la eclosión del cine.
A la vez que Longhi le tiende la mano para publicar un relato que después será el trampolín de su carrera como novelista, Giorgio Bassani lo introduce en el cine consiguiéndole el guión de La donna del fiume (Mario Soldati, 1954) y el de Il prigionero della montagna (Luis Trenker, 1955), y al hilo de ellos asesora a Fellini en los diálogos romanescos de las Noches de Cabiria (1956), haciendo para éste también el argumento y el guión de Notte brava (1959). Pasolini se vuelca por entero al arte, la cultura y la política. “Sexo, muerte y pasión política es a lo que entrego mi corazón elegíaco. Mi vida no posee otra cosa”, escribirá en Poesía en forma de rosa.
Supo intuir, mejor que nadie, que el cine era una herramienta del futuro capaz de cambiar el mundo. No se equivocaba, y así, pocos meses antes del asesinato, respondiendo a la pregunta de por qué no escribía poesía, declaraba con sencillez y pureza: “Porque he perdido al destinatario”. Pasolini ya no podía dialogar con nadie “usando esa sinceridad, cruel incluso, propia de la poesía”, predilecta para él porque a diferencia del resto de las artes, era “inconsumible”. Ese espacio vacío que dejó la ausencia de interlocutores, se transformó con el cine. Y es aquí donde habría que añadir otras filmaciones que Pasolini no concibió como películas, sino como documentos: diarios de rodaje, proyectos infructuosos, cortometrajes o entrevistas a pie de calle micrófono en mano. Son, entre otras, Sopralluoghi in Palestina per il Vangelo secondo Matteo (1963), Comizi d’amore (1965), Appunti per un film sull’India (1969), Appunti per un film sul immondeza (1970), Appunti per un’Orestiade africana (1970), Le mura di Sana’a (1971) o ese testimonio premonitorio y profético llamado La forma della città (1974). Hay en todas algo de poesía elegíaca y algo de pesadilla horrible. Como testimonio antropológico, memorial histórico o archivo rudimentario de la memoria, se palpa en ellas una extraña belleza que emana del fervor por alcanzar una verdad sin retórica, sin preparación, espontánea. La vida se desenvuelve sin acotaciones políticas, sin pies forzados, libre, desprejuiciada, virginal en cierto sentido. Su método de dar voz únicamente a los testigos —que después repetirían por analogía, para explicar curiosamente otras dos catástrofes humanas, Claude Lanzmann en Shoah (1985) o Svetlana Alexiévich en Voces de Chernóbil (1997)— es suficiente para certificar lo incertificable: que un mundo ha desaparecido y en camino hay otro que amenaza con destruirnos. “Sé los nombres, pero no tengo las pruebas”. Pasolini, como un astronauta que pone nombre a las estrellas, fue el primero en reconocerlo. Le dio el sobrenombre de “cataclismo antropológico”, pero se refería al consumismo. Equiparó fascismo y democracia porque, en esa forma de tragar y deglutir el mundo sin finalidad, ambos sistemas habían adoptado la forma de un monstruo que engullía la memoria. Esta idea, a la que llegaremos más tarde, es el eje que vertebra la radicalización de sus últimos años.
Por otro lado, y volviendo en el tiempo, la elección de escoger a un autor como Pascoli para llevar a cabo su tesis tampoco es casual. Pasolini conocía, además de la obra de Carlo Emilio Gadda, los estudios de Giacomo Devoto sobre el comportamiento del lenguaje y el fenómeno dialectal en Italia, y gracias a ellos reformuló la idea contracultural (idea que llevará a cuestas hasta los últimos años de vida) de sacudir la hegemonía del lenguaje normativo en favor de la riqueza lingüística del dialecto; lucha que se convierte en un propósito político dado que, en su conjunto, representa el espejo de la mercantilización del mundo burgués. En un encuentro en Lecce en octubre de 1975 (su última aparición pública), Pasolini retomó de nuevo estas ideas y pudo debatir con profesores y alumnos distintos aspectos sobre el lenguaje, la sexualidad, la política, la libertad o el consumo. En una de aquellas intervenciones, dijo que existía “la necesidad de luchar contra este nuevo fascismo que es la centralización lingüística y cultural del consumismo” (las cursivas son mías). Recogido en Volgar’eloquio (publicado póstumamente en 1976 y traducido en España como Vulgar lengua), Pasolini encontró el momento para abjurar de su Trilogía de la vida —creía que la libertad sexual que defendió en esas películas contribuyó a alimentar la máquina consumista— mientras exhortaba a la resistencia contra cualquier forma de hegemonía cultural. Fue tan coherente como contradictorio, y de ahí tal vez ese famoso aforismo lapidario con que abría las puertas del abismo: “La muerte no está en no poder comunicar, sino en el hecho de no poder ser ya comprendido”.
Cabe recordar, entre sus polémicas más ruidosas, aquella de Roma en marzo de 1968, cuando se produjo un enfrentamiento entre agentes de policía y grupos de jóvenes que se manifestaban por la libertad. Frente al ideal obrero que representaba para él la policía, Pier Paolo publicó un poema acusando a toda la clase estudiantil de “niños de papá”. Después vino la oposición al aborto y los aplausos del Vaticano. Perplejos, diversos intelectuales se pronunciaron. Tal fue el caso de Giorgio Manganelli, que desde el “Corriere della Sera” creía reconocer en Pasolini a “un sociólogo que, tras pasionales y discontinuos estudios jurídicos, haya descubierto (y amado incautamente) la literatura a través de unos autores indiscriminadamente desaconsejables, como es el caso de Giovanni Papini, Luigi Russo o el último Pier Paolo Pasolini”. Esta elocuencia de Manganelli cargada de maldad (convertir a Pasolini en lector de sí mismo) nos ofrece en parte la imagen que muchos contemporáneos tenían de él: alguien pagado de sí mismo. Pero tampoco dio muestras de haber comprendido del todo el mensaje de Pasolini. Éste no defendía el aborto porque se aliara con la masa (“mayor órgano de represión”) sino por la idea arraigada de la fase “prenatal”, único momento en que el feto duerme y se alimenta de los jugos maternos; para él, por simplificar, ese estado de inmersión en las raíces de la vida representa la fase más crucial en el desarrollo de un ser humano, y negarla equivale a contradecir la propia existencia. Pasolini fue víctima de su tiempo. Y de la misma manera que hoy puede parecernos sorprendente, de haberlo vivido hoy, es probable que hubiera tomado otra postura. No deberíamos encasillarlo ni defenderlo incondicionalmente por ello; pero conocer las razones de un desacuerdo sigue siendo el mejor modo de hacer justicia al tiempo de la historia.
Con todo, el mundo ha reducido a escombros el alma de uno de los mayores intelectuales que nos ha dado el siglo XX, ha olvidado los preceptos del que fue probablemente el hombre más corajudo de toda la centuria pasada y no ha perdido ocasión para burlarse de su figura pública como homosexual, comunista o filocristiano. Por todo ello es necesario verter un jarro de agua fría sobre el rostro de la actualidad y hacerla comprender que lo peor no es la desmemoria hacia un personaje como él, sino la incapacidad de no poder reconocer un nuevo Pasolini entre tanta mediocridad impuesta y complaciente si hoy apareciese alguien de una luminosidad semejante; y hacerla consciente de la estupidez rocambolesca por la que ninguna de esas obras con las que algunos se llenan la boca (y que hoy estarían en un cajón cogiendo polvo) sería posible ante tanta corrección y tanta censura. Tal vez ha llegado el momento de preguntarnos hasta dónde hemos llegado con tanta modernidad y si dicho progreso está haciendo más humana la vida. Esa es la pregunta que él se hizo durante treinta años. Escuchando el Vedo il mio corpo crocifisso de Ennio Morricone uno tiene la sensación de que todos hemos sido cómplices de su asesinato. Qué importa ya si las luciérnagas no iluminan la tierra cuando nosotros no podemos llorar a los muertos sin sentir vergüenza.
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Una sucesión de imágenes de la revolución cubana y una voz que rompe el Adagio de Albinoni: “La victoria costará sudor. Los enemigos serán nuestros propios hermanos. La victoria costará terror. Los hermanos se enfrentarán a los antiguos terrores. La victoria costará injusticia. Los hermanos inocentes mostrarán su ferocidad”. En La Rabbia (1963) Pasolini nos alertaba de dos cosas: la guerra sólo llama a la guerra y la “victoria” no conduce jamás a la paz de las naciones ni al perdón entre los pueblos. Usaba este tipo de documentales para lanzar soterrados mensajes de salvación, y también para más cosas. En Comizi d’amore (1965) quiso conocer cómo era la sexualidad en Italia y se lanzó a la calle, preguntando de viva voz, cara a cara, qué opinión tenía la gente sobre sus costumbres en pareja, la moralidad o el pudor; Le mura di Sana’a (1971) fue concebido como un simbólico SOS dirigido a la UNESCO y se convirtió en una advertencia explícita de la degradación paisajística de la entonces capital de Yemen del Norte; y en La forma della città (1974), en cambio, con todo el dolor premonitorio de la muerte, pronunció el que sería su último gran vaticinio.
Algo arrastraba en su interior para que en estos tres documentales pueda percibirse un miedo, una amenaza, un sentimiento de angustia que es el mismo: el esqueleto de la civilización informática, o en dos palabras, el futuro tecnológico. En La forma della città Pasolini escoge dos lugares: Orte (una ciudad del Lacio entre Terni y Viterbo que el poeta reverencia por su panorámica perfectamente antigua y su pasado arcaico) y Sabaudia (una ciudad costera a medio camino entre Roma y Nápoles, construida por el régimen fascista, donde reconoce indicios de una futura e inminente degradación planetaria). En ésta última, vemos a Pasolini remontar las dunas de la playa y contemplar el horizonte. Se detiene y observa, y de pronto, repentinamente, dos ideas lo paralizan. Con un viento de justicia que deja en evidencia una impertinente calvicie, explica que a pesar de haber sido creada por el fascismo, Sabaudia nada tiene de fascista; que la vida allí continúa sin un atisbo de remordimiento y que ni tan siquiera un grupo de criminales al poder ha podido hacer desaparecer esa realidad “particular” de Italia. Sin embargo, también es el signo inequívoco de algo más importante: la falsa democracia. Entonces, con los nervios visiblemente inquietos y temblorosos, casi tartamudeando, proclama que la aculturización ha logrado lo que el fascismo no pudo conseguir: la homologación de una sociedad de consumo que hace desaparecer las diferentes realidades “particulares” (periféricas, alternativas, existentes). “El verdadero fascismo es esta sociedad de consumo que está destruyendo Italia”. Y concluye: “Mirando a nuestro alrededor, tenemos la sensación de que no tenemos nada que hacer”.
Pero hay que volver a un momento clave, el epicentro del revés existencial que sufre su vida entonces. A inicios de 1970 Pasolini, que regenta en la revista Tempo una columna quincenal llamada “El Caos”, es censurado al enviar un artículo sobre la reforma de la Ley Penal en el que aparece mencionado Giuseppe Saragat (presidente de la República) y diversos cargos relevantes de la magistratura de Roma. Este viraje, deliberadamente político, lo sume aún más en sus propios fantasmas: Pasolini se convierte, ya de forma definitiva, en un intelectual declaradamente incómodo y hostil al Poder. No por casualidad los títulos que escoge para los poemas de Transhumanar y organizar (1971) son los que son: palabras como “epílogo”, “testamento” o “tradición” encabezan ahora el lugar simbólico de una poesía —el arte inconsumible— de la resistencia. Por eso, en la distancia del tiempo, sigue sorprendiendo el fichaje del Corriere della Sera en 1973. ¿Se trataba de un gesto democrático en defensa de la libertad de expresión por parte del rotativo? ¿O era una enmienda ante el agravio de la censura? Que cada cual se aventure a dar una respuesta.
Desde aquí hasta el final, su vida hiede a azufre y su obra al completo parece un presagio de muerte. Adopta posiciones extremas, se radicaliza, se vuelve sumamente agudo, incisivo, y practica un recogimiento físico y espiritual que lo aleja de todo mientras de todo más próximo se siente. Es el período natalicio del Pasolini corsario, el Pasolini luterano, el tránsito del Pasolini herético al Pasolini artificiero de bombas atómicas. Y también el de los escalofriantes atentados civiles en aquellos famosos y fatídicos “años de plomo”, cuando grupos armados de ultraderecha (Ordine Nuovo) y extrema izquierda (Brigate Rosse), libraron una batalla sanguinaria a fuego cruzado en la que también acabó involucrándose la mafia napolitana (Camorra), la siciliana (Cosa Nostra) y la calabresa (‘Ndrangheta).
Aunque sea copioso, es necesario recordar algunos: Piazza Fontana (Milán, 12 diciembre 1969: 17 muertos, 88 heridos), Piazza della Loggia (Brescia, 28 mayo 1974: 8 muertos, 102 heridos) o el del Italicus (Bolonia, 4 agosto 1974: 12 muertos, 48 heridos). Se pensaba que la del 23 de diciembre de 1984 sería la última tragedia tras quince años de terror, pero a esta explosión de un tren que causó la muerte de 16 personas y 200 heridos, le siguió otra en mitad de una autovía a la altura de Capaci (Palermo) el 23 de mayo de 1992 (5 muertos, entre ellos el juez Giovanni Falcone, y 23 heridos) y otro coche bomba la noche del 26 de mayo de 1993, que acabó saltando por los aires en Via dei Georgofili, a cinco metros de los Uffizi, en el corazón de Florencia, dejando 5 muertos (entre ellos otro notabilísimo juez antimafia, Paolo Borsellino) y 48 heridos. Por decirlo de algún modo, Italia entera creía que el pánico no cesaría nunca.
En el vientre de aquellos años era fácil presenciar asesinatos en la calle a punta de pistola, generalmente asaltos a bocajarro, abordajes en moto a plena luz del día sobre coches en movimiento o auténticas masacres, verdaderamente espeluznantes, como la del 2 de agosto de 1980 en la estación de Bolonia (85 muertos, 200 heridos) o el secuestro de Aldo Moro el 16 de marzo de 1978 en Via Fani (Roma), que acabó con la vida de 5 personas y, finalmente, también con la del Primer Ministro, hallado en el maletero de un coche 55 días después, cosido a balazos. Moro, curiosamente, era uno de los pocos democristianos a los que Pasolini profesó un cierto reconocimiento. El tiempo también le dio la razón aquí: temido por los que preferían el terror y la sangre a las palabras, Aldo Moro fue eliminado porque representaba el intento de concordia entre Democracia Cristiana y el PCI, algo insólitamente inadmisible para el Poder. Mientras en España firmábamos nuestra Carta Magna, la historia de Italia se recrudecía aún más con el asesinato de su primer ministro. Pero esa es otra historia.
Pasolini atraviesa entonces un período de su vida en que todo le parece una expresión del Poder, un Poder cuyo afán despiadado de homologación busca estandarizar los usos y corromper las costumbres en beneficio propio. El poeta se levanta “en armas” y arroja su voz al caldero de la actualidad. Decide echarse el mundo a los hombros y se vierte apasionadamente (más por desesperación que por entusiasmo) al destape de la corrupción política. Son los años del Calderón (1973), una de las seis tragedias escritas durante aquella convalecencia, los prolegómenos de Salò o los 120 días de Sodoma (1975) y, sobre todo, el inicio de la redacción de un libro que no podrá terminar, Petróleo (1992). Sus intervenciones en prensa se vuelven provocativas, no tiene miedo de nada ni de nadie, y comienza a lanzar advertencias de forma arriesgada, como aquel artículo que debería pasar a los anales de la grandeza y el suicidio: “Io so i nomi” (Corriere della Sera, 14 noviembre 1974): “Yo sé los nombres. Yo sé los nombres de los responsables de lo que se conoce como golpe (y que en realidad se trata de una serie de golpes constituidos sistemáticamente para proteger al poder). Yo sé los nombres de los responsables de la matanza de Milán del 12 de diciembre de 1969. Yo sé los nombres de los responsables de las matanzas de Brescia y Bolonia en los primeros meses de 1974. […] Yo sé los nombres de las personas serias e importantes que están detrás de los trágicos muchachos que han escogido las suicidas atrocidades fascistas y de los malhechores comunes, sicilianos o no, que se han puesto a disposición como asesinos o sicarios. Yo sé todos estos nombres y conozco todos los hechos (atentados a las instituciones y matanzas) de los que son culpables. Lo sé. Pero no tengo pruebas. Ni tan siquiera indicios. Lo sé porque soy un intelectual, un escritor que intenta estar al corriente de todo lo que sucede, conocer todo lo que se escribe, de imaginar todo lo que no se sabe o se calla; que conecta hechos lejanos, que une fragmentos desorganizados y fragmentarios de un entero cuadro político, que restablece la lógica allí donde parece reinar la arbitrariedad, la locura y el misterio. Todo ello forma parte de mi oficio y del instinto de mi oficio”.
En junio de 1975, tras unas elecciones regionales que situaban al PCI como segunda fuerza política (más de diez millones de votantes), Italia comienza a convulsionarse de forma violenta. A finales de septiembre una noticia sacude los telediarios: en el maletero de un coche aparecen dos mujeres, una asesinada y otra con vida. Violadas y vejadas durante tres días en una villa de lujo a las afueras de Roma a manos de tres jóvenes ricos neofascistas, el cadáver de Rosario López y, sobre todo, el rostro de Donatella Colasanti, encharcado de sangre, esbozando una sonrisa siniestra (pues acababa de salvar su vida al fingir su muerte), fueron el sedimento vivo del comienzo de un mundo y el fin de otro. Usando el argumento de Accattone, que en aquellos mismos días se proyectaba por primera vez en la televisión pública, Pasolini predijo que aquello no era un simple asesinato entre ricos y pobres (como así lo creyó la opinión pública y muchos intelectuales), sino el síntoma de que tanto el proletariado como la burguesía habían perdido la capacidad moral de saber distinguir entre el bien y el mal. Era —y son sus palabras— “el fin de la piedad”. La ola de escepticismo y estupefacción que provocó esta teoría salpicó a alguno de sus amigos más próximos, como Italo Calvino o el mismo Alberto Moravia, que incluso llegaron a pronunciarse abiertamente en prensa contra él. Después vino la propuesta, no menos escandalosa, no menos revolucionaria, de acabar con la incipiente criminalidad: abolir la televisión y suspender la enseñanza obligatoria. En mitad de todo ello, de fondo, los preparativos para el estreno de Salò (previsto para el 22 de noviembre en París; se temía que Italia vetara la película, como así sucedió en 1976, en su segundo estreno póstumo) y lo que probablemente desencadenó la tragedia que estaba por llegar: Petróleo. Allá al final, como apoyada sobre sus codos en la barra de algún bar, la muerte.
Sobre su asesinato han corrido ríos de tinta, y no es precisamente una metáfora. Es imposible glosar todas las hipótesis que se han vertido en reportajes de prensa, libros o documentales. El cine tampoco fue una excepción. Desde Pasolini, un delitto italiano (1995) de Marco Tullio Giordana, tal vez la mejor de todas las películas, hasta el documental de Laura Betti, Pier Paolo Pasolini e la ragione di un sogno (2001), el homenaje más hermoso y tal vez el más emocionante por cuanto tiene de personal, íntimo y desinteresado, pasando por versiones tan indigestas como el bodrio esteticista que Abel Ferrara ensayó en Pasolini (2014) o la más reciente, La Macchinazione (2016), una no tan mala película basada en un libro donde el propio director de la película, David Grieco, demostraba que tras el asesinato se escondía un movimiento político de ajedrez diseñado por el Poder. Entre todas, una que pasó inadvertida y que aún hoy no goza de un digno —más bien valiente— distribuidor que la difunda: Pasolini. La verità nascosta (2013), de Federico Bruno. Un largometraje que, libre de retórica, reconstruye el último día de su vida sin elementos espurios y a la manera neorrealista, con actores no profesionales, encarnando así el ideal cinematográfico del propio Pier Paolo y que, a la vez, ofrece una voz hermosa y disonante que, sin embargo, dado el atrevimiento de señalar sin remilgos a los hipotéticos autores materiales de la tragedia, se vio abocada naturalmente al fracaso comercial. El MSI italiano, los servicios de inteligencia, algunas instancias del Vaticano e incluso amigos íntimos se ven salpicados en esta bella película que lamentablemente no logró reabrir el caso.
Al móvil político del asesinato, de difícil digestión, se opuso el sexual, mucho más agradable para el páncreas. Hay quien creyó que Pino Pelosi (evidente chivo expiatorio de algo mucho mayor que lo trascendía) fue capaz de cometer él solo semejante atrocidad. Hay quien sostuvo, sin embargo, que aquel crimen fue un simple ajuste de cuentas con la mafia napolitana, y hay quien opina que todo fue cierto al mismo tiempo que una burda falacia para hacernos creer lo contrario. El caso se ha hecho tan correoso que la opinión pública se ha desentendido. Y en cierto modo resulta lógico, pues llevan cuarenta años escuchando la misma cantinela: los rumores de uno, las sospechas de otro, Pino Pelosi cambió la versión de los hechos en un programa de la televisión pública, la prensa que se revela inútil e inoperante, y después los intereses políticos de quienes probablemente lo asesinaron y ahora estén organizando algunas jornadas de estudio en su nombre. Sólo unos pocos lo saben, muchos lo sospechamos, ninguno lo reconoce y, por extraño que parezca, todos sus “amigos” han callado. Sólo queda saber si la verdad, abandonada ahora en algún pasillo de los almacenes del Palacio de Justicia de aquella “ciudad de Dios”, arrinconada desde hace 43 años en una caja de cartón con todas las pruebas del homicidio, será desvelada algún día. Si es cierto lo que decía el poeta, que “el amor por la verdad acaba destruyéndolo todo, porque no hay nada verdadero”, entonces todos nosotros somos viles cómplices de un crimen que sólo la piedad podrá rendir humano bajo la luz de un llanto sincero.
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No es la historia la que hace que los hombres del pasado sean grandes y memorables, sino los hombres grandes y memorables los que impiden a la historia que ésta los olvide y, en cierto modo, es por ellos que vive. A pesar de todo, el mundo es un trasiego de promesas incumplidas en el que rara vez hallamos satisfacción. Y aunque todavía contamos con un puñado de libros con los que desmontar este engrudo existencial al que generalmente llamamos “vida” sin avergonzarnos, los muertos, algunos de los cuales en su día no prestamos atención por desdén, prejuicio, remordimiento o triste envidia, hoy se elevan por encima de la historia y del tiempo como torres medievales postradas (así los muertos como algunos vivos) en mitad de un páramo desierto, ajadas pero majestuosas. Nosotros, autores materiales de un crimen con nombre de inocencia, seguimos oyendo sin escuchar. Pasolini es —sin el tal vez— uno de esos muertos. Por eso era necesario hablar sobre su permanencia en el presente, su legado, su vigencia, sus últimas palabras, porque en ellas anida el rayo insaciable del futuro y la lúcida promesa de la desesperanza. Ahí está todo. Un testamento reptiliano que podría resumirse de muchas formas, pero sobre todo a través de dos obras: Salò y Petróleo.
De la primera, entendida como el ensayo escatológico —el último— de un ser humano desesperado por hacerle comprender a los suyos cómo es la auténtica realidad en que viven, brota una rabia desaforada e incontrolable. La crítica lo acusó de provocación porque lo consideraba un ejercicio abominable (él se encargó de subrayar en las últimas entrevistas el derecho al escándalo y a ser escandalizado), sin embargo el tono de la película asumió desde el principio su carácter contradictorio. Si antes era la piedad y la compasión el eje gravitacional de toda su obra, ahora es el consabido remordimiento de que ya nada puede cambiar lo que impregna su entera visión de la vida. Este sentimiento no menos irascible provoca naturalmente lo que vemos en Salò, una galería de la indignidad y el horror humanos, la completa ausencia de historia, el desarraigo y la carencia identitaria de no saber ya quienes somos ni a quién nos dirigimos. Petróleo, por otro lado, es la interpretación literaria del mismo sentimiento, es decir, el grito desgarrado (a conciencia) fruto del ansia por querer desvelar la corrupción en el mundo partiendo de Italia.
El origen de la ardua investigación que Pasolini llevó a cabo sobre la industria petrolera comenzó con el hallazgo de un texto llamado “La mia patria si chiama multinazionale” (Mi patria se llama multinacional), un discurso pronunciado en 1972 en la Academia Militar de Módena por un tal Eugenio Cefis, un empresario friulano de éxito —de la misma edad que Pasolini— que entonces presidía la compañía Montedison, un lobby financiero tentacular y monstruoso que se encargaba de varias industrias como la química, la farmacéutica, la metalúrgica o la energética, y que al parecer también estuvo detrás de la muerte de Enrico Mattei (presidente del ENI, Corporación Nacional de Hidrocarburos) y del asesinato, en misteriosas circunstancias, del periodista Mauro di Mauro, que por entonces indagaba sobre el fallecimiento de aquel. Todo era de película. En una entrevista no muy lejana, David Grieco zanjaba el asunto de Petróleo afirmando que fue el descubrimiento por parte de Pasolini de la logia masónica Propaganda Due (P2), una oscura organización granada por un sinfín de personalidades influyentes del mundo ejecutivo y empresarial, entre ellas el propio Cefis (auspiciado éste por Licio Gelli, un camisa negra de Mussolini a la vez que militante de Falange Española y defensor del proyecto franquista), y que fue el centro de la diana política en la Italia de los “años de plomo”. Aunque siempre ha arrastrado el estigma criminal de la sospecha, la logia se disolvió a comienzos de los años ochenta; sin embargo, el caso sigue hoy sin resolver. Pasolini, de nuevo, volvió a adelantarse a todos.
Por eso… ¿qué pasaría ahora si dijera que fue su narcisismo el que comenzó a cavar su tumba? Porque alguien que quiere desvelar algo trascendente, a sabiendas del riesgo que eso entraña, sobre todo si hablamos, como es el caso, del negocio más especulativo y lucrativo del mundo, y además jactándose de ello, no puede ser tomado más que por un suicida. En este sentido, aceptaría de buen grado que me llamaran loco si dijese que para desmontar el negocio del petróleo, Pasolini hubiera podido sortear el asesinato cuarenta y tres años atrás si hubiera actuado en silencio y sin aspavientos mediáticos. Pero esto sólo es una suposición. Los hechos, en cambio, no necesitan retórica.
Mirad un segundo a vuestro alrededor y deteneos un momento. Observad con atención, pero no lo hagáis por mí, sino por Simone Weil, que decía que “Amar es estar atento”. Decidme. ¿Qué es lo que veis? Yo veo una masa humilde y superviviente que busca la felicidad con miedo hacia el futuro porque ha perdido su pasado. Una masa que consume sin saber por qué consume y además se siente feliz haciéndolo. Una masa informe de personas que desconoce sus verdaderas necesidades. Una masa indefinida —pero muy determinada— con la que hacer grandes sumas de dinero a través de la manipulación televisiva. Masa. También veo una sociedad complacida y complaciente con todo lo que se le ofrece en el escaparate único del presente. Una sociedad acomplejada por la dictadura de la cosmética y unos cánones estéticos de dimensiones industriales, frustrada por la irrepresentabilidad, la impasividad y la impotencia ante el hecho político. Una sociedad encandilada por su propia idiotización. Sociedad. Y también un mundo donde ya no importa la verdad, sino vender sensaciones, experiencias y viajes a lugares que nunca nadie decide conocer por voluntad —o necesidad— propia. Un mundo que busca globalizarlo todo para que no nos sintamos extraños fuera de casa, cuando en realidad lo que está consiguiendo es el efecto contrario: no sentirnos parte de nada. Un mundo —el industrial— que lo uniformiza todo y que sólo persigue absorber hasta la última moneda de una clase social desarraigada y sin raíces. Mundo. ¿No lo veis? Pasolini lo predijo todo hace medio siglo y nosotros, bueno, nosotros seguimos con la casa sin barrer.
Yo sé, porque también lo veo y lo vivo, que para muchos la máxima preocupación en la vida pasa por garantizar el “bienestar” de su familia, proteger a los suyos o pagar sus facturas. De algún modo tendremos que vivir aunque tampoco hayamos elegido hacerlo. Yo, que soy un energúmeno, siento que hemos perdido el sentido de la vida en algún oscuro recoveco de este sistema alienante y productivo en el que confundimos “desarrollo” con “progreso” y donde todo parece tejido de “eufemismos” y nunca de “significados”. De las 8.760 horas que tiene un año, invertimos más de 2.000 en trabajar: 125.000 minutos —parecen pocos— en los que una mayoría elige estar supeditada (en el mejor de los casos) a un “oficio” que merma en potencia su libertad. Y todo eso suponiendo, también en su mejor versión, que tenemos la “fortuna” de tener un trabajo a jornada completa, que a este lado menesteroso del planeta corresponde a 40 horas semanales, las mismas que deberíamos destinar al sueño. El neocapitalismo ha hecho tan bien su trabajo que ahora estamos obligados a sentir vergüenza de nosotros mismos si no damos antes las gracias por ser esclavos. Hemos perdido el centro de gravedad de nuestra naturaleza, las raíces, lo que hace que pertenezcamos a una familia y no a otra, lo que hace que seamos nosotros y no otros, o viceversa, y lo que al fin y al cabo es lo que nos diferencia del resto, que no es más que la “realidad particular” de la que hablaba Pasolini. El feminismo actual, con sus mil testuces, no ayuda a lo contrario, pues no hemos perdido la fuerza para luchar, sino la dirección común a la que deberíamos dirigirnos. Tal vez hay que decirlo con furia: mientras exista la globalización —y aquí la palabra esperanza sólo es un producto de marketing— no podrá existir la vida, pues todo acaba siendo un simulacro como el que vemos en el escaparate de unos grandes almacenes, en una revista de tendencias, en un restaurante hipster o en un anuncio publicitario de moda. Vida sin ser vida, sin ser nada. Y de ello vivimos, creyendo vivir. Pero la vida no es un titular de prensa, ni un escándalo político, ni una mujer sexualizada en la página de una revista, ni un modelo semidesnudo que anuncia un perfume tumbado en una cama redonda, ni tampoco un café en cuya espuma se ensaya un corazón estúpido. Hay que decirlo todavía una vez más: como la verdad o la belleza, la vida está más lejos y más cerca, porque con ella no podemos jugar a maquillarnos la cara, ponernos unas plataformas de diez centímetros para sortear nuestra estatura o posponer el ejercicio de la cordura para el año que viene (un año de dietas disciplinarias que generalmente nunca cumplimos). Mientras que el ejercicio de vivir sólo tiene un tiempo, y éste es ahora, tenemos la sensación de que todo puede ser pospuesto. Por eso yo digo: o paramos esta máquina productiva de la indecencia humana o la única prima de riesgo que no llegará a los telediarios será nuestra extinción sobre la tierra (a la que por cierto estaría encantado de asistir en primera fila sólo por ver arder a los míos, y yo con ellos, en irrepetible hermandad, siendo pasto de las cenizas y de esa segunda verdad del mundo que yo llamo muerte). “Aquí, o se construye Italia o se muere”, dice la tradición que decía Garibaldi. Tal vez haya llegado la hora de hacerse cargo del mundo (al estilo del Fuenteovejuna de Lope).
En una conversación que he tenido con él estos días, Enrique Irazoqui, el actor que encarnaba a Cristo en Il Vangelo secondo Matteo (1964), me explicaba cómo era la vida de Pier Paolo fuera del round mediático de las cámaras, los sinsabores tras su asesinato y las traiciones de las que fue víctima aun después de muerto. Recuerda aquel tiempo en que un grupo de amigos se reunían para buscar la verdad, un tiempo en el que se hacía una película sobre Jesucristo porque era la belleza absoluta, o un tiempo en que se luchaba por el bien absoluto contra el mal absoluto. Esos tiempos no volverán, pero fueron hermosos. Le pregunté entonces por algo que recordara de Pier Paolo, algo inherente a su personalidad, incontrolable, honesto, una constante vital. Su respuesta fue sencilla, hermosísima: “La intensidad”. Y yo me pregunto si los míos reconocen hoy el entusiasmo en las personas anónimas con las que se cruzan día tras día. Quién, dónde, cuándo. Querría saberlo. Vivimos en un estado neurótico sin tiempo para casi nada, sin tiempo para escuchar a quien nos habla, sin tiempo para responder a quien nos pregunta, sin tiempo para corresponder a quien nos ama. Por eso, si me preguntaran qué es el punk, diría que hoy la revolución es detenerse, el régimen pausado de la vida, escuchar Radio Clásica, leer las cartelas de los museos, pensar dos segundos antes de responder, paladear la mirada del otro o sencillamente decir NO ante tanta oferta, tanto producto, tanta opinión y tanta palabrería.
A lo mejor el mundo comenzó a declinar desde el momento en que una persona dijo estar emocionada sin apenas una lágrima en su rostro. Pero yo no quiero ni pretendo instrumentalizar nada ni a nadie; lo que estoy diciendo, por activa y por pasiva, es que si las palabras tienen algún significado, es el movimiento del alma que las impulsa, y no la boca que las pronuncia, lo que da sentido no sólo a las palabras, sino también al género humano. Pasolini luchó denodadamente contra esto, insistiendo hasta la exasperación, arriesgando su propia vida frente a un enemigo gigantesco que no tenía cara pero sí presencia. Tal vez aquí la imagen de un David contra Goliath no sería ningún eufemismo, pero como la resistencia nunca fue rentable en términos económicos, nosotros seguimos sordos de información.
Mientras, Finlandia, Alemania, Dinamarca, Francia, Suecia, Grecia, Hungría, Croacia, Letonia, Lituania, Polonia, Italia y España se arrellanan en un mapa de Europa que hoy hiede a ultraderecha. Todos, alarmados, nos preguntamos qué está pasando, qué sucede en el mundo, en qué piensa toda esa gente que concibe, contempla y acoge un mensaje excluyente, racista y disuasorio para garantizar el bienestar en Occidente. Puede que las emociones mal canalizadas sean el motivo por el que las clases medias han acunado esta especie de “extremismo moderado” (lo de moderado lo digo por entrar en los parlamentos y no como los ejércitos cristianos en Constantinopla en 1204). Puede que las blandas izquierdas, de frente a una realidad predatoria, estén obligadas a reinventarse o extinguirse, o que sean directamente responsables de la participación negativa, la abstención o la indiferencia supina de la gente hacia el voto; o puede que también hayan pecado de acríticas, de lastimeras o de vergüenza ajena. Pasolini, que vio cómo una horda infernal de fauces de fuego se aproximaba al umbral de lo humano, le asignó un nombre (lo diré, una vez más, como lo enunciaría William Blake): Consumismo, reconociendo en ello la mutación política y antropológica —Marx la llamó “genocidio” con una lucidez aplastante por dolorosa— que hizo posible que el fascismo cediera el testigo de su desdicha a un vástago mucho más temible que resultó ser su padre, la falsa democracia, o su mejor lubricante, de nuevo el Consumismo. Parecía inconcebible que pudiera pasar, pero algunas profecías tienen nombre propio.
Volviendo al hombre, porque a estas alturas insistir en el profeta sería redundante, hay que recordar que Pasolini, aun siendo aprendiz, siempre fue maestro. Tuvo la audacia (o crueldad) de poner en pantalla a sus amigos, su madre o sus amantes. Así, no veremos muchas más veces actuar en una misma película —Il Vangelo secondo Matteo— a Susanna Colussi, Ninetto Davoli, Natalia Ginzburg, Giorgio Agamben, Rodolfo Wilcock o Enzo Siciliano (que después, por cierto, se convertiría en su biógrafo). Había lugar para todos en la vida de Pier Paolo, incluso para un jovencísimo Bernardo Bertolucci como ayudante de dirección en Accattone. En verdad, su inesperada muerte lo empañó todo, y no faltó quien sostuvo la “normalidad” de aquel asesinato (como lo son todos) inhumano. Un ayudante dijo que en los años 70, pasearse con esa “Alfetta” —un Alfa Romeo GT 2000, deslumbrante, de un gris cromo que parecía pulido en el cielo— en busca de muchachos efébicos por el Pignetto o las borgate romanas, era como estar firmando una declaración de muerte. Y todo un Primer Ministro como Giulio Andreotti llegó a zanjar el asesinato, en directo en la televisión pública, con un lacónico, irreverente y anodino “se lo estaba buscando”.
Sin embargo, ese muchacho nacido en “una ciudad llena de pórticos”, no fue precoz más que en la voluntad. “Un poeta de siete años, como Rimbaud, pero sólo en la vida”. En 1966 dijo que lo más importante de su vida había sido su madre, pero si la sospecha de muerte era sólo eso, una sospecha, fue así hasta que (maldita sea, esta vez sí) se consumó de la peor manera posible. Después existe otro acontecimiento que suele pasar desapercibido. En una carta fechada el 26 de agosto de 1971, apenas seis meses después del aquel embarazoso desencuentro con la revista Tempo, a Pasolini se le viene encima una noticia tan crucial como el despido político del semanario: Ninetto Davoli anuncia su matrimonio. Éstas son las palabras con que Pasolini se dirigió por carta al amigo Volponi: “He perdido el sentido de la vida. Pienso solamente en morirme o cosas parecidas. Todo se me ha venido encima […] soy incapaz de aceptar esta horrenda realidad que no sólo me arruina el presente, sino que deja un rastro de dolor en estos años que yo creía de felicidad, al menos por la presencia alegre e inalterable de él. Te ruego que no hables de esto con nadie. No quiero que se hable de ello”. Es evidente que este hecho lo arrastró a algo no menos trágico: la resignación erótica.
Pero Pier Paolo fue siempre un hombre de recursos, y aunque discrepase de Dostoievski cuando éste hablaba de la salvación por la belleza, puede decirse que el arte ciertamente lo protegió del dolor. Algo, por cierto, que se omite en todas las representaciones que se hacen de él; sólo la película de Federico Bruno, Pasolini. La verità nascosta (2013), refleja ese rayo continuo que lo atravesaba día y noche, ese afán creativo que no lo dejaba descansar o esa fuerza constante de la que no desperdiciaba ni un sólo minuto. Pintaba, dibujaba, esbozada, manchaba páginas en blanco. Sentía una especie de ingenuo “horror vacui” que lo empujaba a la actividad artística. Fue un artista total, pero no a la manera wagneriana, sino como un artesano que vive postrado ante la maldición de su necesidad.
En algún pasaje de su ingente producción escrita (os he dejado por aquí una pequeña bibliografía), Pasolini afirmaba que la infelicidad no es un crimen menor. El problema es que hoy el sentido de la felicidad también ha mutado. El sistema de vida que llevamos practicando durante los últimos cincuenta años es prácticamente insalvable. Nos hemos acostumbrado al engaño para salir a flote, a pisarle la cabeza al vecino para vivir mejor, a vender cosas innecesarias a gente que no tiene dinero para subsistir, a mentir día y noche para no morir de hambre. Si no hubiéramos perdido de vista al destinatario, nada de lo que sucede hoy tendría sentido; pero como no hemos sido nosotros quienes lo hemos perdido sino otros los que nos han obligado a perderlo, esto nos empuja a sentirnos inocentes de un crimen que, al igual que la infelicidad, tampoco es menor. Ese crimen, basado en la banalidad del mal de la inocencia, es la incapacidad para asumir responsabilidades. El mundo es como es porque, al fin y al cabo, nadie ha asumido su parte de culpabilidad en este embrollo. Lo vemos todos los días en política, cultura e incluso en nuestra cotidianidad. Aunque ellos lo llamen generalmente “trabajo” o “ganarse la vida”, nos han programado para cometer “crímenes”. Crímenes sin importancia, nos inculcan, que no tendrán ninguna repercusión en el futuro de la especie mientras prosigamos con nuestra vida. Pero ¿qué es la vida si para conseguir algo tenemos que cercenar la honestidad que nos hace humanos? Tal vez no estamos capacitados para aguantar el horror en el que hemos participado, tal vez no podamos aguantar tanta verdad, y esa es, tal vez también, la razón de nuestra sinrazón.
Por eso este verano fui al Idroscalo de Ostia, a peregrinar sobre el monumento conmemorativo a Pier Paolo, a preguntarle, a escucharle una vez más. El pulso vital de aquel lugar, antaño un racimo de barracas y chabolas de uralita, y hoy sólo circundado por insectos y mosquitos, es tan emocionante como desolador. Desolador porque arrastra la pátina letal del olvido (apenas uno puede hacerse a la idea de cómo era aquella explanada donde lo mataron), y emocionante porque no hay un ápice de retórica (allí se condensa toda la verdad de la existencia, que no es más que el polvo, la dejadez, el silencio y la desmemoria). Como dice elocuentemente Juanma Agulles en Los límites de la conciencia (Ediciones del Salmón, 2014): “Quizá no decir nada, contemplar en silencio cómo el emperador pasa ante nosotros con su séquito [sabiendo que no lleva ningún traje, que está desnudo], sea la forma de sobrevivir a este tiempo por la que muchos han optado. Pero entonces habrá que preguntarse si vivir así merece la pena”. Pasolini, que creía que la mayor obra de arte era el silencio de un ermitaño que no escribía, se contradijo yendo en contra de sus preceptos. A lo mejor ha llegado el momento de recoger ese testigo y contradecir nuestra forma de vida para alumbrar otra más honesta, más sabia y, sobre todo, más humana.