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De pronto se ha interrumpido todo lo que siempre ocurre. La vida sin convivialidad de la que tanto hablamos, el mundo organizado en función del máximo rendimiento y de la máxima eficacia, la producción global, los mercados, y esa idea tan loca de vivir para trabajar y trabajar para consumir sin descanso que habíamos empezado a ver como normal. Todo detenido por no se sabe cuánto tiempo. Definitivamente, estamos viviendo lo que se dice «un momentazo».
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Esta rara experiencia desmonta nuestro extraño modo de vida. En apenas dos o tres días, todos los parámetros que sostienen la disciplina diaria de nuestras vidas se han visto desplazados. Tanto los temporales como los espaciales: todos. En este sentido, lo que estamos viviendo es el fin del mundo, pues el mundo tal y como era para nosotros ha dejado de existir. Y, de momento, a mí este fin del mundo me está sentando fenomenal.
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Lo había imaginado alguna vez, pero nunca pensé que llegaría a verlo con mis propios ojos. Las calles de mi ciudad libres del flujo constante de coches, los espacios por los que deambulamos, pegados los unos a los otros tratando de no estorbarnos, vacíos por completo. Barcelona ha dejado de ser un vagón de metro en hora punta. Abro la ventana, siento el aire frío pero apacible que corre por las calles colmadas del sonido de la lluvia y todavía no me lo creo del todo.
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Por paradójico que pueda sonar, este encierro me arranca del régimen de privación perceptual en el que me encontraba. Comienzo a distinguir de nuevo el día de la noche y eso me ofrece un ligero indicio de dónde me encuentro, de cuál es la situación en la que me encuentro a diario cuando todo funciona con normalidad. Estoy encerrado, de eso no cabe duda, pero encerrado fuera de un mundo que no me permitía prestarle nunca la más mínima atención.
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Tengo la sensación de estar inventando un nuevo espacio psicológico. Es como si fuera mi vida mental la que ha entrado en cuarentena y no yo. Antes del encierro no sentía casi nunca mi lugar en el mundo. Lo que sentía más bien era que, fuera donde fuera, debía llevar siempre conmigo mi propio lugar. Ahora eso está cambiando. Ahora en vez de tratar de incorporar el mundo a mí, me han entrado ganas de incorporarme yo al mundo.
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Desde el interior de mi casa, liberado de una ciénaga de obligaciones, percibo con absoluta claridad el robo de tiempo que sufro a diario. La mía es, principalmente, una cuarentena de la enfermedad del tiempo, una infección mental que te deja subordinado a un futuro presente y horripilante. Ahora, desde aquí, puedo volver a hacer cosas que ya no podía hacer, y también puedo no hacerlas si no quiero. Ya no está todo permanentemente encendido. Antes del encierro el mundo tenía un único botón de encendido, haber dado con el botón de apagado ha sido todo un descubrimiento.
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Desde que vuelve a haber límites descanso mucho mejor. Y mis vecinos también. Lo sé por el silencio que desprende el edifico por la noche y el agradable murmullo que lo llena por el día, señal inequívoca de que vuelve a estar alineado con la rotación del planeta y con las variaciones de la luz diaria. Cargado de una nueva fuerza creciente, el viejo bloque de viviendas donde estoy encerrado desprende estos días el mismo impulso de vida que hay en todas las demás cosas.
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Lo había leído en los libros y ahora sé que es verdad. Toda catástrofe viene acompañada de un grandísimo impulso de generosidad. Lo sentí anoche cuando mis vecinos se pusieron a aplaudir. Aquello fue un inédito desafío a nuestra moralidad. Ante la pregunta de cómo vamos a reaccionar frente al dolor de los otros, mis vecinos respondieron así, y el aplauso hizo saltar por los aires todo andamiaje ideológico.
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Los millones de átomos que se aglomeran en una ciudad rara vez logran encontrarse. Andrea dice que eso es porque estamos atrofiados. «Vivir tanto tiempo bajo una estricta y metódica disociación nos ha atrofiado, y ahora ya no sabemos en qué consiste una verdadera experiencia compartida». Eso dice ella mientras se asoma a la ventana para unirse al aplauso. Hay algo en este encierro que no nos deja comportarnos como los individuos neutralizados que acostumbramos a ser.
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Aquí no pienso mucho en el futuro. No sé qué pasará cuando acabe este encierro colectivo y nuestras emociones dejen de estar sincronizadas otra vez. Cuando retomemos nuestra habitual socialización distante. Supongo que, después de haber experimentado otra relación con el tiempo, el regreso al tiempo infinito de la producción y el consumo no será fácil. Puede incluso que notemos que el tamaño de la tierra se encoge debido a la presión que ejerce ese tiempo. También puede ser que los gobiernos decidan hacer del miedo, de su difusión mediática y de su gestión, su única política, y traten de convencernos de que dependemos de ellos para preservar nuestra seguridad física. Además, mucho me temo que tendremos que hacer frente otra vez a un nuevo desplome económico que se llevará consigo a los de siempre, a los más pobres. Pero esto no son más que conjeturas, preguntas sin respuestas de esas que han llevado a la ruina a miles de profetas a lo largo de los tiempos. Así que, de momento, seguiré un tiempo más disfrutando de esta profunda grieta que se ha descubierto en la faz de la Tierra. No pienso preocuparme por el segundo acto hasta que el primero no haya terminado, pues la vida es posible sólo cuando no conocemos lo que vendrá.
Por fin una exposición del underground y de la contracultura de los años 70 en Catalunya. Fueron unos años de creatividad desbordante, sin cánones impuestos, vividos al margen de prebendas, partidos e instituciones. Las incoherencias del régimen franquista en su decadencia, la persecución centrada en los partidos políticos marxistas e independentistas, y la distancia geográfica que nos alejaba del centro neurálgico del poder, posibilitaron unas grietas por las que se coló una parte de la juventud inquieta y conectada con las corrientes contraculturales que llegaban de fuera.
Jaime Rosal era un tipo raro. Traducía a los franceses de la Ilustración (una gauche divine más bien olvidada), decía lo que pensaba y fumaba en pipa con delectación.
El Palau Robert prepara una exposición que reivindica la contracultura de los setenta.