Una sucesión de imágenes de la revolución cubana y una voz que rompe el Adagio de Albinoni: “La victoria costará sudor. Los enemigos serán nuestros propios hermanos. La victoria costará terror. Los hermanos se enfrentarán a los antiguos terrores. La victoria costará injusticia. Los hermanos inocentes mostrarán su ferocidad”. En La Rabbia (1963) Pasolini nos alertaba de dos cosas: la guerra sólo llama a la guerra y la “victoria” no conduce jamás a la paz de las naciones ni al perdón entre los pueblos. Usaba este tipo de documentales para lanzar soterrados mensajes de salvación, y también para más cosas. En Comizi d’amore (1965) quiso conocer cómo era la sexualidad en Italia y se lanzó a la calle, preguntando de viva voz, cara a cara, qué opinión tenía la gente sobre sus costumbres en pareja, la moralidad o el pudor; Le mura di Sana’a (1971) fue concebido como un simbólico SOS dirigido a la UNESCO y se convirtió en una advertencia explícita de la degradación paisajística de la entonces capital de Yemen del Norte; y en La forma della città (1974), en cambio, con todo el dolor premonitorio de la muerte, pronunció el que sería su último gran vaticinio.
Algo arrastraba en su interior para que en estos tres documentales pueda percibirse un miedo, una amenaza, un sentimiento de angustia que es el mismo: el esqueleto de la civilización informática, o en dos palabras, el futuro tecnológico. En La forma della città Pasolini escoge dos lugares: Orte (una ciudad del Lacio entre Terni y Viterbo que el poeta reverencia por su panorámica perfectamente antigua y su pasado arcaico) y Sabaudia (una ciudad costera a medio camino entre Roma y Nápoles, construida por el régimen fascista, donde reconoce indicios de una futura e inminente degradación planetaria). En ésta última, vemos a Pasolini remontar las dunas de la playa y contemplar el horizonte. Se detiene y observa, y de pronto, repentinamente, dos ideas lo paralizan. Con un viento de justicia que deja en evidencia una impertinente calvicie, explica que a pesar de haber sido creada por el fascismo, Sabaudia nada tiene de fascista; que la vida allí continúa sin un atisbo de remordimiento y que ni tan siquiera un grupo de criminales al poder ha podido hacer desaparecer esa realidad “particular” de Italia. Sin embargo, también es el signo inequívoco de algo más importante: la falsa democracia. Entonces, con los nervios visiblemente inquietos y temblorosos, casi tartamudeando, proclama que la aculturización ha logrado lo que el fascismo no pudo conseguir: la homologación de una sociedad de consumo que hace desaparecer las diferentes realidades “particulares” (periféricas, alternativas, existentes). “El verdadero fascismo es esta sociedad de consumo que está destruyendo Italia”. Y concluye: “Mirando a nuestro alrededor, tenemos la sensación de que no tenemos nada que hacer”.
Pero hay que volver a un momento clave, el epicentro del revés existencial que sufre su vida entonces. A inicios de 1970 Pasolini, que regenta en la revista Tempo una columna quincenal llamada “El Caos”, es censurado al enviar un artículo sobre la reforma de la Ley Penal en el que aparece mencionado Giuseppe Saragat (presidente de la República) y diversos cargos relevantes de la magistratura de Roma. Este viraje, deliberadamente político, lo sume aún más en sus propios fantasmas: Pasolini se convierte, ya de forma definitiva, en un intelectual declaradamente incómodo y hostil al Poder. No por casualidad los títulos que escoge para los poemas de Transhumanar y organizar (1971) son los que son: palabras como “epílogo”, “testamento” o “tradición” encabezan ahora el lugar simbólico de una poesía —el arte inconsumible— de la resistencia. Por eso, en la distancia del tiempo, sigue sorprendiendo el fichaje del Corriere della Sera en 1973. ¿Se trataba de un gesto democrático en defensa de la libertad de expresión por parte del rotativo? ¿O era una enmienda ante el agravio de la censura? Que cada cual se aventure a dar una respuesta.
Desde aquí hasta el final, su vida hiede a azufre y su obra al completo parece un presagio de muerte. Adopta posiciones extremas, se radicaliza, se vuelve sumamente agudo, incisivo, y practica un recogimiento físico y espiritual que lo aleja de todo mientras de todo más próximo se siente. Es el período natalicio del Pasolini corsario, el Pasolini luterano, el tránsito del Pasolini herético al Pasolini artificiero de bombas atómicas. Y también el de los escalofriantes atentados civiles en aquellos famosos y fatídicos “años de plomo”, cuando grupos armados de ultraderecha (Ordine Nuovo) y extrema izquierda (Brigate Rosse), libraron una batalla sanguinaria a fuego cruzado en la que también acabó involucrándose la mafia napolitana (Camorra), la siciliana (Cosa Nostra) y la calabresa (‘Ndrangheta).
Aunque sea copioso, es necesario recordar algunos: Piazza Fontana (Milán, 12 diciembre 1969: 17 muertos, 88 heridos), Piazza della Loggia (Brescia, 28 mayo 1974: 8 muertos, 102 heridos) o el del Italicus (Bolonia, 4 agosto 1974: 12 muertos, 48 heridos). Se pensaba que la del 23 de diciembre de 1984 sería la última tragedia tras quince años de terror, pero a esta explosión de un tren que causó la muerte de 16 personas y 200 heridos, le siguió otra en mitad de una autovía a la altura de Capaci (Palermo) el 23 de mayo de 1992 (5 muertos, entre ellos el juez Giovanni Falcone, y 23 heridos) y otro coche bomba la noche del 26 de mayo de 1993, que acabó saltando por los aires en Via dei Georgofili, a cinco metros de los Uffizi, en el corazón de Florencia, dejando 5 muertos (entre ellos otro notabilísimo juez antimafia, Paolo Borsellino) y 48 heridos. Por decirlo de algún modo, Italia entera creía que el pánico no cesaría nunca.
En el vientre de aquellos años era fácil presenciar asesinatos en la calle a punta de pistola, generalmente asaltos a bocajarro, abordajes en moto a plena luz del día sobre coches en movimiento o auténticas masacres, verdaderamente espeluznantes, como la del 2 de agosto de 1980 en la estación de Bolonia (85 muertos, 200 heridos) o el secuestro de Aldo Moro el 16 de marzo de 1978 en Via Fani (Roma), que acabó con la vida de 5 personas y, finalmente, también con la del Primer Ministro, hallado en el maletero de un coche 55 días después, cosido a balazos. Moro, curiosamente, era uno de los pocos democristianos a los que Pasolini profesó un cierto reconocimiento. El tiempo también le dio la razón aquí: temido por los que preferían el terror y la sangre a las palabras, Aldo Moro fue eliminado porque representaba el intento de concordia entre Democracia Cristiana y el PCI, algo insólitamente inadmisible para el Poder. Mientras en España firmábamos nuestra Carta Magna, la historia de Italia se recrudecía aún más con el asesinato de su primer ministro. Pero esa es otra historia.
Pasolini atraviesa entonces un período de su vida en que todo le parece una expresión del Poder, un Poder cuyo afán despiadado de homologación busca estandarizar los usos y corromper las costumbres en beneficio propio. El poeta se levanta “en armas” y arroja su voz al caldero de la actualidad. Decide echarse el mundo a los hombros y se vierte apasionadamente (más por desesperación que por entusiasmo) al destape de la corrupción política. Son los años del Calderón (1973), una de las seis tragedias escritas durante aquella convalecencia, los prolegómenos de Salò o los 120 días de Sodoma (1975) y, sobre todo, el inicio de la redacción de un libro que no podrá terminar, Petróleo (1992). Sus intervenciones en prensa se vuelven provocativas, no tiene miedo de nada ni de nadie, y comienza a lanzar advertencias de forma arriesgada, como aquel artículo que debería pasar a los anales de la grandeza y el suicidio: “Io so i nomi” (Corriere della Sera, 14 noviembre 1974): “Yo sé los nombres. Yo sé los nombres de los responsables de lo que se conoce como golpe (y que en realidad se trata de una serie de golpes constituidos sistemáticamente para proteger al poder). Yo sé los nombres de los responsables de la matanza de Milán del 12 de diciembre de 1969. Yo sé los nombres de los responsables de las matanzas de Brescia y Bolonia en los primeros meses de 1974. [...] Yo sé los nombres de las personas serias e importantes que están detrás de los trágicos muchachos que han escogido las suicidas atrocidades fascistas y de los malhechores comunes, sicilianos o no, que se han puesto a disposición como asesinos o sicarios. Yo sé todos estos nombres y conozco todos los hechos (atentados a las instituciones y matanzas) de los que son culpables. Lo sé. Pero no tengo pruebas. Ni tan siquiera indicios. Lo sé porque soy un intelectual, un escritor que intenta estar al corriente de todo lo que sucede, conocer todo lo que se escribe, de imaginar todo lo que no se sabe o se calla; que conecta hechos lejanos, que une fragmentos desorganizados y fragmentarios de un entero cuadro político, que restablece la lógica allí donde parece reinar la arbitrariedad, la locura y el misterio. Todo ello forma parte de mi oficio y del instinto de mi oficio”.
En junio de 1975, tras unas elecciones regionales que situaban al PCI como segunda fuerza política (más de diez millones de votantes), Italia comienza a convulsionarse de forma violenta. A finales de septiembre una noticia sacude los telediarios: en el maletero de un coche aparecen dos mujeres, una asesinada y otra con vida. Violadas y vejadas durante tres días en una villa de lujo a las afueras de Roma a manos de tres jóvenes ricos neofascistas, el cadáver de Rosario López y, sobre todo, el rostro de Donatella Colasanti, encharcado de sangre, esbozando una sonrisa siniestra (pues acababa de salvar su vida al fingir su muerte), fueron el sedimento vivo del comienzo de un mundo y el fin de otro. Usando el argumento de Accattone, que en aquellos mismos días se proyectaba por primera vez en la televisión pública, Pasolini predijo que aquello no era un simple asesinato entre ricos y pobres (como así lo creyó la opinión pública y muchos intelectuales), sino el síntoma de que tanto el proletariado como la burguesía habían perdido la capacidad moral de saber distinguir entre el bien y el mal. Era —y son sus palabras— “el fin de la piedad”. La ola de escepticismo y estupefacción que provocó esta teoría salpicó a alguno de sus amigos más próximos, como Italo Calvino o el mismo Alberto Moravia, que incluso llegaron a pronunciarse abiertamente en prensa contra él. Después vino la propuesta, no menos escandalosa, no menos revolucionaria, de acabar con la incipiente criminalidad: abolir la televisión y suspender la enseñanza obligatoria. En mitad de todo ello, de fondo, los preparativos para el estreno de Salò (previsto para el 22 de noviembre en París; se temía que Italia vetara la película, como así sucedió en 1976, en su segundo estreno póstumo) y lo que probablemente desencadenó la tragedia que estaba por llegar: Petróleo. Allá al final, como apoyada sobre sus codos en la barra de algún bar, la muerte.
Sobre su asesinato han corrido ríos de tinta, y no es precisamente una metáfora. Es imposible glosar todas las hipótesis que se han vertido en reportajes de prensa, libros o documentales. El cine tampoco fue una excepción. Desde Pasolini, un delitto italiano (1995) de Marco Tullio Giordana, tal vez la mejor de todas las películas, hasta el documental de Laura Betti, Pier Paolo Pasolini e la ragione di un sogno (2001), el homenaje más hermoso y tal vez el más emocionante por cuanto tiene de personal, íntimo y desinteresado, pasando por versiones tan indigestas como el bodrio esteticista que Abel Ferrara ensayó en Pasolini (2014) o la más reciente, La Macchinazione (2016), una no tan mala película basada en un libro donde el propio director de la película, David Grieco, demostraba que tras el asesinato se escondía un movimiento político de ajedrez diseñado por el Poder. Entre todas, una que pasó inadvertida y que aún hoy no goza de un digno —más bien valiente— distribuidor que la difunda: Pasolini. La verità nascosta (2013), de Federico Bruno. Un largometraje que, libre de retórica, reconstruye el último día de su vida sin elementos espurios y a la manera neorrealista, con actores no profesionales, encarnando así el ideal cinematográfico del propio Pier Paolo y que, a la vez, ofrece una voz hermosa y disonante que, sin embargo, dado el atrevimiento de señalar sin remilgos a los hipotéticos autores materiales de la tragedia, se vio abocada naturalmente al fracaso comercial. El MSI italiano, los servicios de inteligencia, algunas instancias del Vaticano e incluso amigos íntimos se ven salpicados en esta bella película que lamentablemente no logró reabrir el caso.
Al móvil político del asesinato, de difícil digestión, se opuso el sexual, mucho más agradable para el páncreas. Hay quien creyó que Pino Pelosi (evidente chivo expiatorio de algo mucho mayor que lo trascendía) fue capaz de cometer él solo semejante atrocidad. Hay quien sostuvo, sin embargo, que aquel crimen fue un simple ajuste de cuentas con la mafia napolitana, y hay quien opina que todo fue cierto al mismo tiempo que una burda falacia para hacernos creer lo contrario. El caso se ha hecho tan correoso que la opinión pública se ha desentendido. Y en cierto modo resulta lógico, pues llevan cuarenta años escuchando la misma cantinela: los rumores de uno, las sospechas de otro, Pino Pelosi cambió la versión de los hechos en un programa de la televisión pública, la prensa que se revela inútil e inoperante, y después los intereses políticos de quienes probablemente lo asesinaron y ahora estén organizando algunas jornadas de estudio en su nombre. Sólo unos pocos lo saben, muchos lo sospechamos, ninguno lo reconoce y, por extraño que parezca, todos sus “amigos” han callado. Sólo queda saber si la verdad, abandonada ahora en algún pasillo de los almacenes del Palacio de Justicia de aquella “ciudad de Dios”, arrinconada desde hace 43 años en una caja de cartón con todas las pruebas del homicidio, será desvelada algún día. Si es cierto lo que decía el poeta, que “el amor por la verdad acaba destruyéndolo todo, porque no hay nada verdadero”, entonces todos nosotros somos viles cómplices de un crimen que sólo la piedad podrá rendir humano bajo la luz de un llanto sincero.
Por fin una exposición del underground y de la contracultura de los años 70 en Catalunya. Fueron unos años de creatividad desbordante, sin cánones impuestos, vividos al margen de prebendas, partidos e instituciones. Las incoherencias del régimen franquista en su decadencia, la persecución centrada en los partidos políticos marxistas e independentistas, y la distancia geográfica que nos alejaba del centro neurálgico del poder, posibilitaron unas grietas por las que se coló una parte de la juventud inquieta y conectada con las corrientes contraculturales que llegaban de fuera.
Jaime Rosal era un tipo raro. Traducía a los franceses de la Ilustración (una gauche divine más bien olvidada), decía lo que pensaba y fumaba en pipa con delectación.
El Palau Robert prepara una exposición que reivindica la contracultura de los setenta.