Forges fue un humorista insustituible. Popularizó el lenguaje de la calle desde la acracia que inventó. En el primer número que Ajoblanco dedicó a Durruti, diciembre 76, Carles Bosch publicó una conversación poco ortodoxa. Entre abril del 93 y febrero del 94 su página mensual picó a nuestros lectores. Ahí va como homenaje.
Forges: Siempre que encuentres un humorista encontrarás un anarquista.
Antonio Fraguas nunca será primer ministro. Jamás tendráun sillón en la Real Academia de la Lengua. Un tío que pinta procelosos seres, fascistas de piernas peludas o almorávides con prismáticos, no tiene nada que ver con el tinglado de Santiago Carrillo o las sutilezas de Leopoldo Alas Clarín. Y es que la contrapolítica, igual que la contracultura, da satisfacciones pero no medallas...
El párrafo de arriba ha quedado muy bonito. Eso de las medallas, los Carrillos procelosos y las demás memeces quieren decir algo pero me temo que no me ha entendido ni Puskas. Lo que quería decir, más o menos, es que Forges y sus semejantes del rotulador en mano y sinceridad en ristre han dado más pasos con alpargatas que aquellos con sus botas de siete leguas.
-«Los humoristas gráficos actuales hemos logrado que los políticos no se atrevan a decir aquello de que ‘la conyuntura socio-planificorde...’ y las chorradas que decían antes. Ahora, por ejemplo, hemos montado un cachondeo a modo de coordinadora para ver si sacando un chiste cada día sobre la Lockheed salen por huevos los dichosos nombres.»
Por fin una exposición del underground y de la contracultura de los años 70 en Catalunya. Fueron unos años de creatividad desbordante, sin cánones impuestos, vividos al margen de prebendas, partidos e instituciones. Las incoherencias del régimen franquista en su decadencia, la persecución centrada en los partidos políticos marxistas e independentistas, y la distancia geográfica que nos alejaba del centro neurálgico del poder, posibilitaron unas grietas por las que se coló una parte de la juventud inquieta y conectada con las corrientes contraculturales que llegaban de fuera.
Jaime Rosal era un tipo raro. Traducía a los franceses de la Ilustración (una gauche divine más bien olvidada), decía lo que pensaba y fumaba en pipa con delectación.
El Palau Robert prepara una exposición que reivindica la contracultura de los setenta.